(Se actualizó la ortografía, la puntuación, el uso de las mayúsculas y la división de párrafos).
Alrededor de la edad de doce años, comencé a inquietarme seriamente con respecto a todo lo importante que tenía que ver con el bienestar de mi alma inmortal, lo que me llevó a escudriñar las Escrituras, creyendo, según se me había enseñado, que contenían la palabra de Dios, por lo que las apliqué a mí mismo. Mi relación estrecha con las personas de diferentes denominaciones me causó un gran asombro, pues descubrí que no honraban lo que profesaban con acciones santas ni conversación devota que estuvieran de acuerdo con lo que yo había encontrado en aquel sagrado escrito. Esto causaba pesar a mi alma.
Por lo tanto, de los doce a los quince años de edad, medité muchas cosas en el corazón acerca de la situación del mundo, de la humanidad, de las contenciones y las divisiones, de la iniquidad y las abominaciones, y de las tinieblas que cubrían la mente del género humano. Me sentía cada vez más angustiado por sentirme culpable de mis pecados y, al escudriñar las Escrituras, encontré que el hombre no se acercaba al Señor sino que había apostatado de la fe verdadera y viviente. Y no había ninguna sociedad ni denominación que estuviera edificada sobre el evangelio de Jesucristo, tal como se registra en el Nuevo Testamento. Sentía deseos de llorar por mis pecados y por los pecados del mundo, pues de las Escrituras había aprendido que Dios es el mismo ayer, hoy y para siempre y que no hace acepción de personas, porque Él es Dios.
Porque había observado el sol —la luminaria gloriosa de la tierra— y también la luna pasando majestuosos por los cielos, y las estrellas brillando en su curso, y la tierra sobre la cual estoy, y las bestias del campo, las aves del cielo y los peces de las aguas, y también al hombre andando sobre la faz de la tierra con majestad y belleza, poder e inteligencia, para gobernar lo que es sumamente grandioso y maravilloso, sí, a semejanza de Aquél que los creó. Y al reflexionar sobre esas cosas, clamé desde el fondo de mi corazón: “El hombre prudente tuvo razón cuando dijo que ‘es necio el que dice en su corazón que no hay Dios’”. Mi corazón exclamó: “Todo eso da testimonio y pone en evidencia un poder omnipotente y omnipresente, un Ser que crea las leyes, y decreta y une todas las cosas dentro de sus confines, que llena la eternidad, un ser que era, que es y que será de eternidad en eternidad”. Y cuando consideré todo eso y que ese Ser busca que los que lo adoren, lo adoren en espíritu y en verdad; por tanto, clamé al Señor pidiendo misericordia, porque no existía nadie más a quién dirigirme para obtenerla.
Y el Señor escuchó mi ruego en aquel lugar solitario y, mientras me encontraba en actitud de acudir al Señor, en el decimosexto año de mi vida, una columna de luz, más brillante que el sol, descendió hasta descansar sobre mí y fui lleno del Espíritu de Dios. Y el Señor abrió los cielos sobre mí y vi al Señor, y Él me habló y me dijo: “José, hijo mío, tus pecados te son perdonados. Sigue tu camino, anda en mis decretos y guarda mis mandamientos. He aquí, Yo soy el Señor de gloria. Fui crucificado por el mundo para todos los que crean que en mi nombre puedan tener la vida eterna. He aquí, en este momento el mundo yace en el pecado y no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno. Se han apartado de mi Evangelio y no guardan mis mandamientos; con sus labios me honran, pero su corazón lejos está de mí. Mi ira está encendida en contra de los habitantes de la tierra y caerá sobre ellos de acuerdo con su impiedad y para llevar a cabo aquello que se ha declarado por boca de los profetas y los apóstoles. He aquí, vendré pronto, como está escrito, en las nubes y revestido de la gloria de mi Padre”.
Y mi alma se llenó de amor, y por muchos días me regocijé y sentí una gran dicha, y el Señor estaba conmigo, pero no podía encontrar a nadie que creyera en mi visión celestial. No obstante, meditaba sobre estas cosas en mi corazón.
Al pensar en el tema de la religión, analicé los diferentes sistemas que se enseñaban a los hijos de los hombres, por lo cual no sabía quién estaba en lo cierto ni quién estaba en el error, pero consideraba que para mí era de fundamental importancia que yo estuviera en lo cierto en los asuntos que tendrían consecuencias eternas, por lo tanto al estar confundido, me dirigí a la arboleda y me incliné ante el Señor, con el sentimiento (si la Biblia es verdadera) de lo que Él había prometido, “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá”, y lo afirmaba otra vez, “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche”.
Esa información era lo que yo más deseaba en ese momento, y con la firme determinación de obtenerla, oré al Señor por primera vez en el lugar antes mencionado. En otras palabras, mi intento por orar fue en vano, porque parecía que mi lengua se había hinchado en mi boca, de modo que no podía hablar. Escuché un ruido, como si una persona se dirigía hacia mí. Me esforcé otra vez por orar, pero no pude. El ruido de alguien caminando parecía estar más cerca; me puse de pie rápidamente y miré a mi alrededor, pero no vi a ninguna persona o animal que pudiera producir dicho ruido al caminar.
Me arrodillé de nuevo y pude abrir mi boca, mi lengua se destrabó y pude elevar al Señor una ferviente oración. Apareció una columna de fuego arriba de mi cabeza; ésta gradualmente descendió hasta descansar sobre mí y fui lleno de un gozo indescriptible. Un Personaje surgió de entre medio de esta columna de fuego, la cual se extendía a todas partes y, aun así, no había consumido nada. Enseguida apareció otro Personaje, de la misma manera que lo hizo el Primero. Él me dijo, “Tus pecados te son perdonados”, y me testificó que Jesucristo es el Hijo de Dios. Y vi muchos ángeles en esa visión. Tenía alrededor de catorce años cuando recibí este primer mensaje.
Cuando tenía unos catorce años, comencé a reflexionar sobre la importancia de prepararme para un estado futuro, y al averiguar sobre el plan de salvación, me encontré con que había gran conflicto en las ideas religiosas; si iba a una organización, me hablaban de un plan, y si iba a otra, de otro, cada uno proclamando que su credo particular era el summum bonum [el máximo] de la perfección. Al considerar que todos no podían estar en lo cierto y que Dios no podía ser el autor de tanta confusión, decidí investigar el tema más a fondo, pensando que si Dios tenía una Iglesia, ésta no podía estar dividida en diferentes facciones, y que si Él enseñaba a una organización que adorara de cierta manera y administrara un tipo de ordenanzas, no enseñaría a otra principios que fueran diametralmente opuestos. Como creía en la palabra de Dios, tuve confianza en la declaración de Santiago: “Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, quien da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”.
Me retiré a un lugar aislado en el bosque y comencé a invocar al Señor; mientras me encontraba concentrado en ferviente súplica, mi mente fue apartada de todo lo que me rodeaba y me envolvió una visión celestial, y vi a dos gloriosos Personajes, que se asemejaban exactamente el uno al otro en rasgos y apariencia, rodeados de una luz brillante que eclipsó la del sol a mediodía. Me dijeron que todas las denominaciones religiosas creían doctrinas incorrectas y que ninguna era reconocida por Dios como Su Iglesia y reino; y se me mandó expresamente “no seguirlas”, al mismo tiempo que recibí la promesa de que la plenitud del Evangelio se me daría a conocer en un tiempo futuro.